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La Libertad

Columnista: Pedro Pablo de Antuñano, Sociológo.

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La libertad es la jaula más grande de todas y la portamos en la cabeza como artículo de moda.

La libertad es una construcción nominal que refleja coordenadas culturales específicas de tiempo y espacio; desde la mujer que determinó su derecho a votar hasta el esclavo que aun liberado suplica por continuar al lado de su amo.

No es lo mismo la concepción de libertad de Martín Luther King el 28 de agosto de 1963 delante del monumento a Abraham Lincoln en Washington, D.C., durante una histórica manifestación de más de 200 mil personas en pro de los derechos civiles para los negros en los Estados Unidos que la de un lumpen-proletario que aspira a comprar compulsivamente en un centro comercial.

La libertad es un indicador, un parámetro y nos permite establecer el umbral de nuestras aspiraciones y determinar horizonte de nuestros objetivos durante nuestra corta estancia en esta vida. Cada individuo decide el alcance y uso de su libertad que es un derecho inalienable.

Sin embargo, hay contextos sociales en que se impone la privación de la libertad a un individuo y es entonces cuando se genera el debate moral.

Porque en la organización social de los humanos, se delega al Estado, como entidad jurídica, la facultad de imponer sanción penal a una persona que transgrede el marco legal vigente.

Así pues un presidiario no puede hacer uso de su derecho de ir o hacer lo que quiera porque está pugnando un pena que es consecuencia de sus acciones ilícitas.

En ese momento, el individuo puede incluso justificar su privación y desarrollar capacidades de resocialización para compensar su condición, a sabiendas de que hay un marco regulatorio que prevé su origen, condición y destino.

En otro contexto, el secuestrado es una víctima de un acto fuera del marco legal y del pacto social. No hay marco legal que le permita proyectar una salida y está sujeto a los caprichos y pulsiones de su captor sin ser garantía el pago de rescate.

El síndrome de encierro en este caso es traumático y aun con la liberación es difícil de superar las secuelas; durante el encierro el individuo experimenta un espectro de emociones patológicas que pueden implosionarlo.

El loco, por su parte, escapa a todos los cartabones y convencionalismos sociales; un desorden químico en el cerebro le desdibuja la construcción social de libertad.

Su mundo está confinado a un ciclo repetitivo de obsesiones que no le permite interactuar con el resto del mundo; lo cual es prueba fehaciente de que la libertad solo existe frente a los ojos de otro.

Sin alguien que envidie su libertad, la libertad no existe.
El artista, por su parte, es una persona que su idea de libertad no está en la admiración de los demás sino en la profundidad de su obra que le requiere y le reclama. La “obra” es la manera más fácil de enajenarse en un concepto de libertad pues no hay margen de debate o discusión.

Las bellas artes y sus artífices no debaten sobre la libertad porque simplemente viven en ella, la aspiran, la transforman y la plasman en un lienzo o partitura.

El drogadicto es un caso distinto, pues exacerba sus traumas de la infancia para desprenderse de toda imagen de autoridad.

Busca furtivamente lo ilegal y le lleva al exceso sin remordimientos; la vida le gusta y le asusta pero sus debilidades emocionales lo capturan para encerrarlo en cuatro paredes de depresión y euforia en ciclos perversos que poca pertinencia tienen en la vida social.

Las pandemias históricas y ahora el Covid-19 de 2020 nos llevan a un escenario inverosímil donde la regulación y la voluntad propia nos llevan a confinarnos y a nos interactuar con nuestros pares.

Dejamos de sentir besos, abrazos y caricias de un momento a otro para estar en casa con miedo de no morir por el virus. Cuando nos enfrentamos al espejo nos damos cuenta de que la libertad occidental que teníamos construida está basada en el consumo.

Estamos descubriendo que el concepto hegemónico de felicidad es ir al centro comercial y comprar artículos suntuarios, nos enfrentamos al vacío de no gastar para demostrar afecto.

Pero tal vez lo más triste de todo es que no estamos dando cuenta de que un auto del año es irrelevante, un restaurante de moda es, lamentablemente, prescindible y los viajes de temporada eran simplemente para presumir ante los ojos del prójimo.

Es así de simple, el Covid-19 nos acaba de dar una gran lección de vida; nos ha desnudado respecto a nuestro concepto individual de libertad. Porque hasta ahora la libertad la hemos usamos para no abrazar a los abuelos y decirles que los amábamos, la usamos para pelear con la gente que amamos, para acumular objetos que importan poco y para arrebatarnos pedazos de pan con la competencia.

Que poca cosa perdimos, si eso era la libertad.

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